La deuda humanitaria de Washington con Afganistán

Damasco, SANA

Lo mínimo que se debía exigir a Washington son otros 20 años pagando una indemnización por reparación de daños y perjuicios materiales, aunque la deuda moral es mucho mayor e impagable…

Las bochornosas imágenes de la estampida de los diplomáticos de Estados Unidos en Afganistán, ante la inminente toma por los temidos talibanes, estuvo en pantalla apenas unas horas.

El impacto resultaba tan desmoralizador, sobre todo para quienes creen en el mito de la «supremacía americana», que la televisión y la prensa dominante enseguida se enfocaron en las «desgarradoras escenas de la fuga del infierno afgano». Y no era para menos.

Los comentarios más simples evocaban un remake de la captura de Saigón por los patriotas vietnamitas y las escenas de diplomáticos colgando de un helicóptero en marcha desde el techo de la Embajada estadounidense.

Otros indican el signo evidente del declive de un imperio en bancarrota, la
ineficacia de sus servicios de inteligencia, y algunos la califican de mayor derrota militar de todos los tiempos o hasta de «giro geoestratégico de carácter histórico». Sea lo que fuere, había que parar.

La Casa Blanca se las arregló para transformar su obligación de evacuar todas las tropas del terreno afgano antes del 31 de agosto en un dramático operativo contrarreloj ante el ultimátum de los talibanes y el «régimen de terror e intolerancia islámica» que se avecina.

De repente, las últimas horas de la sanguinaria guerra impuesta mediante falsos pretextos al pueblo afgano durante 20 años, con su doloroso saldo de víctimas inocentes y destrucción, se tornan una operación humanitaria in extremis, como ocurre en esos filmes de catástrofe de cuarta categoría.

Los miles de aterrorizados norteamericanos y sus serviles colaboradores tienen razones para huir a cualquier precio, aunque sea colgados del ala de un avión en marcha. Sus crímenes y delitos les dan la razón.

Los más aterrados, temerosos de presumibles actos de venganza, ajustes de cuentas o represalias por su desempeño durante la ocupación estadounidense, saben que hay pruebas suficientes para condenarlos, en Afganistán y en los propios Estados Unidos.

El pánico es comprensible. Militares y civiles estadounidenses, así como sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), hicieron la guerra y se sirvieron de ella para enriquecerse con los jugosos contratos del Pentágono.

En casi 20 años de guerra, las administraciones de W. Bush, Obama y Trump dilapidaron 2,26 billones de dólares (casi tres millones de millones) en gastos militares (o sea, 300 millones de dólares por día durante dos décadas) y provocaron la pérdida de cientos de miles de vidas, según cifras y datos oficiales.

La escandalosa actuación criminal de las tropas ocupantes y los miles de «contratados» civiles salió a la luz pública, por vez primera, en el verano de 2010, cuando The New York Times, el británico The Guardian y el semanario alemán Der Spiegel publicaron una selección de documentos secretos o clasificados del Gobierno estadounidense, a los que tuvo acceso el sitio web WikiLeaks, dirigido por Julian Assange.

Los registros detallaban, en viñetas a veces desgarradoras, el número de víctimas provocadas por las fuerzas de la coalición en la población civil.

Los registros revelaban entonces 144 incidentes de este tipo. Algunas de las víctimas provenían de los controvertidos ataques aéreos que dieron lugar a protestas del Gobierno afgano en el pasado, pero una gran cantidad de incidentes previamente desconocidos también parecen ser el resultado de las tropas que dispararon contra conductores o motociclistas desarmados con la determinación de protegerse de terroristas suicidas.

Los llamados «errores sangrientos» a expensas de los civiles, como se denominan en los registros, incluyen el día en que las tropas francesas ametrallaron un ómnibus lleno de niños en 2008, hiriendo a ocho. Una patrulla estadounidense ametralló un autobús de manera similar, hiriendo o matando a 15 de sus pasajeros, y en 2007 las tropas polacas atacaron con mortero una aldea, asesinando a los asistentes a una fiesta de bodas que incluía a una mujer embarazada, «en un aparente ataque de venganza». Así relataban los informes oficiales.

También —decía The Guardian— figuran los disparos cuestionables a civiles por parte de las tropas británicas. Los compiladores estadounidenses detallan un grupo inusual de cuatro tiroteos británicos en las calles de Kabul en el espacio de apenas un mes, en octubre-noviembre de 2007, que culminó con el asesinato del hijo de un general afgano. De un tiroteo, escribieron: «La investigación está controlada por los británicos. No pudimos [sic] obtener la historia completa».

WikiLeaks, cuyo fundador, Julian Assange, obtuvo el material en circunstancias que no reveló, publicó en abril de aquel año un video clasificado previamente de helicópteros Apache estadounidenses matando a dos camarógrafos de Reuters en las calles de Bagdad, que llamó la atención internacional.

Assange permitió que The Guardian examinara los registros de guerra a pedido del periódico. No se pagó nada y WikiLeaks no participó en la preparación de los artículos de The Guardian, aclaró la publicación.

Por divulgar aquellas atrocidades, que prosiguieron por otros diez años, el Gobierno de Estados Unidos emprendió la persecución de Assange con la intención de apresarlo o exigir su extradición bajo cargos de atentar contra la seguridad nacional, lo que acarrearía extinguir su vida en prisión.

La invasión y ocupación de Afganistán se realizó al amparo de una legislación dirigida a justificar cualquier agresión estadounidense, llamada Autorización para el Uso de Fuerza Militar (AUMF).

En 2016, el Servicio de Investigación del Congreso informó que la AUMF había sido citada para justificar 37 operaciones militares distintas en 14 países diferentes y en el mar.

La gran mayoría de las personas asesinadas, mutiladas o desplazadas en estos operativos «no tuvo nada que ver con los crímenes del 11 de septiembre», admitió el informe, pero ahí quedó. Nadie ha pagado por esos asesinatos.

En su primera aparición pública tras la debacle de Afganistán, que ahora tiende la sombra del fracaso y la ineficiencia sobre su imagen pública, el presidente Joseph Biden trató de evadir la responsabilidad de Estados Unidos por su papel en la desestabilización del país.

En última instancia, apuntaron analistas, culpó directamente al pueblo y al liderazgo de Afganistán por negarse a luchar por su propio futuro.

La atención de la gran prensa, que de un modo u otro refleja los intereses de los grupos que ostentan el poder real en Estados Unidos promueve ahora la adopción de compromisos de ayuda a los «refugiados afganos» —que podrían llegar al millón— como si ahí terminaran sus obligaciones.

Lo mínimo que se debía exigir a Washington son otros 20 años pagando una indemnización por reparación de daños y perjuicios materiales. Digamos que fuera el uno por ciento de todo lo gastado cada día en la guerra. Serían tres millones de dólares diarios.

En realidad, Washington tiene una deuda moral mucho mayor con Afganistán, diría que impagable. En cualquier caso, el pueblo afgano sabrá extraer la lección apropiada.

Por Leonel Nadal
Fuente: Juventud Rebelde

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